domingo, marzo 5

Obscura memoria. Entrevista a Rosa Lentini

El verdadero destino de un gran artista es un destino de trabajo. Llega un momento en su vida en que el trabajo domina y conduce al destino. Las desdichas y las dudas tal vez lo atormenten mucho tiempo. El artista puede doblegarse ante los golpes de la suerte. Puede perder años en una preparación oscura. Pero la voluntad de trabajo no se extingue una vez que ha encontrado su hogar verdadero. Empieza entonces el destino de trabajo. El trabajo ardiente y creador atraviesa la vida del artista y le da virtudes de línea recta. Todo converge hacia la meta en una obra que crece. Cada día, ese extraño tejido de paciencia y entusiasmo se cierra más en la vida de trabajo que hace de un artista un maestro.

Gaston Bachelard, El derecho de soñar

La obra de Rosa Lentini es un ejemplo tangible de la conciencia que un autor puede llegar a desarrollar acerca de su oficio, mediante un trabajo lúcido de reescritura, tanto del propio texto como de los leídos. En este «volver a escribir» la autora explora su razón de ser, a través de un diálogo constante, establecido entre el sujeto de la escritura (el doble) y el sujeto de lo cotidiano. Elementos como la noche, la vigilia, el espejo y la lengua extranjera, verbigracia, la escritura poética, son las constantes que acompañan al lector de la obra de esta poeta y de las que se vale ella para narrar ese «segundo paisaje» –su propia poesía– en el que se desenvuelve y se desdobla su voz poética.

Convencido de que el tema del doble –el ya clásico y no siempre bien asimilado je est un autre rimbaudiano– es un tema cada vez más vigente en poesía, animal sospechoso se acerca a la poeta barcelonesa para ahondar en el tema y escuchar cómo entiende ella su propio oficio que, además, está íntimamente ligado a su actividad permanente como editora y traductora de poesía.

jpr. En tus libros la lectura y la reescritura son los elementos que te permiten expresar la parte visible de tu toma de conciencia del oficio poético, que, a mi juicio, es el diálogo que estableces entre el sujeto poético y el sujeto cotidiano. En este sentido, ¿crees que la experiencia leída llega a ser una segunda conciencia de la memoria no consciente de la experiencia real? Digo esto pensando en las alusiones que haces a la lengua extranjera en tus dos libros y a la que incluso llegas a reprochar el hecho de que se resista a ser voz de alguien en un poema de La noche es una voz soñada.

rl. Por supuesto creo en la experiencia de la lectura como esa otra conciencia de la memoria no consciente de la experiencia real, pero, añadiría, también de la consciente. Santiago Martínez alude en su presentación a una expresión que utilizo en mis dos libros «lengua extranjera» –cuya repetición fue inconsciente–. Pero mientras en el primer poemario se refiere al «otro que escribe», o sea, las lecturas de los grandes poetas, y también al «yo otro», aludiendo al doble inasible con el que debemos confraternizar, en el segundo libro la misma expresión tiende a hacer más hincapié en el extrañamiento de la personalidad en un entorno devastado como es el de un paisaje del corazón «después de la batalla», que en este caso simboliza la ola o tsunami que arrasa la ciudad costera. En El sur hacia mí esa expresión está en el primer poema, donde las lecturas, entendidas como ayudas del alma, llegan como una «estela de voces» que trae el viento, pues el sonido nos llega siempre por el aire. La resistencia de la escritura a hacerse voz propia tiene mucho que ver con el epígrafe de Bachelard, pues la escritura se forma lenta y dificultosamente y está llena de dudas, pero es la que nos salva de una vida vacía o sin rumbo, intensificándola y, a la vez, desgastándola.

jpr. La noche –que más que ausencia de luz es la noche de la lectura, de la vigilia–y el desdoblamiento son constantes en tu poesía que incluso llegan a ser el centro de un elaborado simbolismo, del que El sur hacia mí es una búsqueda, digamos álgida, de las fuentes obscuras de la conciencia. Hay todo un panorama «al otro lado de la vigilia» que alude a un extraño modo en que la poesía construye la propia memoria con los retazos de voces ajenas que provienen de la lectura. ¿Crees que ese «hurto» –para no decir esa palabra tan poco sonora que es intertextualidad– más que una manera de recordar aquello que el poeta no sabe que recuerda, es la manera de descubrir la propia voz poética?

rl. Es ambas cosas a la vez, puesto que las lecturas conscientes bien asimiladas acaban por adentrarse irremisiblemente y «reelaborarse» en el inconsciente. Mira, hay una hermosa anécdota que serviría de ejemplo para ilustrar lo que pienso sobre el tema. Un par de años después del fallecimiento del poeta francés Pierre Reverdy, al que he traducido al castellano, la revista Mercure de France publicó un especial en su homenaje, y para ello reunió variadísimos testimonios de poetas contemporáneos tanto franceses como de otras nacionalidades. Uno de esos testimonios fue el de Cernuda. En su texto el poeta español intentaba sintetizar la impresión que la poesía de Reverdy le había hecho, por lo que aludía a un poema del francés donde el poeta se parapeta tras una puerta solitaria en medio del campo, sin goznes, ni techo ni muros que la sostienen, creyendo estar a salvo, que no es sino la imagen de la indefensión humana. Pero, prosigue Cernuda, a pesar de estar seguro de haber leído el poema en los libros de su biblioteca, no logró encontrarlo. Al leer esto yo, que sí tengo todos los libros de Reverdy, me puse a buscar el poema en cuestión y tampoco lo encontré. Acabé por deducir que Cernuda extrapoló esa imagen a partir de los poemas de Reverdy, que, por otro lado, están llenos de puertas y hombres encerrados en habitaciones. Ese poema en concreto dudo que exista, aunque toda la poesía del francés destila esa atmósfera de indefensión, pero esa sería la lectura de Cernuda, quien, si no hubiese creído que pertenecía a otro, hubiese podido utilizar esa imagen que no es más que la impresión que le dejó a él la lectura de la obra de un contemporáneo suyo. No nos apropiamos de la obra de otro en estos términos, sino que su atmósfera nos lleva más allá en nuestra elaboración y nos enriquece. Yo no hablaría de «hurto» sino de reelaboración. Por cierto que, esa misma imagen, tal como la recuerda Cernuda, es utilizada y muy bien asimilada en un poema de una excelente poeta en el último número de animal sospechoso [1]

jpr. En ese diálogo intermitente con el «yo autor» que te lleva a la invención –o descubrimiento– de esa «lengua extranjera» ¿puede decirse que el deseo, o, mejor, la racionalización del deseo es el punto de encuentro entre ambas conciencias, la real y la poética? ¿O es que a lo mejor no se trata de una separación tan tajante entre ambas personalidades? Te lo pregunto recordando a los lectores el poema de la página 34 de tu primer libro, que dice así:

Otra es la mujer que en la noche apuñala su andadura,
otra convoca a sus ángeles como puntos en fuga,
otra es la que sueña el abismo de saberse en mis ojos.

rl. Más que de otra personalidad, se trataría de una doble memoria, o mejor, de una memoria enterrada que pugna por salir a luz. En ese sentido, el psicoanálisis, en su forma más asequible de autoanálisis, es el mejor hilo conductor de Ariadna para salir del centro del laberinto, donde acecha el Minotauro –que no es sino el símbolo del deseo–, como una gran bestia incontrolada, pero también solitaria. Si no se recuerda lo que nos ha fundado, difícilmente se puede avanzar, de ahí las imágenes de la andadura apuñalada o de convocar a los ángeles para retenerlos, preguntarles, averiguar... Todo para poder llegar a ser una sola memoria.

jpr. Pese a que me emociona cuanto propones, hay algo en esta reflexión que me hace desconfiar del ejercicio de la conciencia y de emplear los préstamos como pretexto: ¿esa elaborada yuxtaposición de planos, no llevaría a un intelectualismo, a una premeditación de las emociones? ¿No sería en gran medida, una evasión de sí mismo, un excesivo vigilar el talante lírico de esa indagación?

rl. Definitivamente no. Creo, por el contrario, que no reconocer que se tienen «préstamos», como tú los llamas, es una postura falsa. Por norma desconfío de quien dice no leer para no «contaminarse»; lo único que se logra con ello es el estancamiento. No debemos olvidar que la lectura es la base formativa de los escritores y que es precisamente por «contagio», léase imitación, por lo que se empieza a escribir. Pensemos por otra parte que cuando se teme el contagio es que la salud no es fuerte. Por supuesto al principio nos pareceremos a uno u otro escritor, pero a la larga la angustia de las influencias sólo se supera leyendo a más autores, hasta que del conjunto sale tu propia voz. Por otra parte, esos aparentes peligros de los que hablas, llámense intelectualismo, falta de naturalidad o endogamia, no son posibles si le das tiempo a la escritura poética de reelaborarse en tu interior, de encontrar las palabras justas para que el milagro de la expresión se produzca, y es que toda creación, sobre todo la de la palabra escrita, es un trabajo de lenta elaboración. Creo que fue Borges quien dijo del cuentista uruguayo Felisberto Hernández que se trataba del único escritor de quien no podía rastrear las influencias y que era absolutamente original. Por cierto, desde que mi compañero –con el que comparto la vida y la labor editorial en Ígitur–, el novelista colombiano Ricardo Cano Gaviria, me lo dio a conocer, ha sido para mí un autor de culto que recomiendo fervientemente. Casi toda su prosa se basa en la sensibilidad de la infancia, que es esa otra gran fuente de donde se nutren la mayoría de los escritores y también mis propios poemas.

jpr. Antes de abandonar este tema, se me impone una pregunta de rigor. Es obvio que aprendemos por el cuerpo y que según los roles sociales que asumimos, cada uno de nosotros está influenciado en su manera de conocer; por otra parte la filosofía de la diferencia nos ha enseñado a desenmascarar la labilidad de los planteamientos de género. Sin embargo tu interés por Rosa Leveroni, la antología Siete poetas norteamericanas actuales, publicada en Pamiela, en colaboración con Susan Schreibman y esa interesante traducción de Satan dice de Sharon Olds, entre otros intereses me sugieren una inquietud: ¿Crees que hay diferencia ente la poesía escrita por varones y la escrita por mujeres?

rl. Con Rosa Leveroni, cuya obra he traducido manteniendo la métrica, tenía una deuda que yo misma me había impuesto años atrás, pues se trataba de un familiar político lejano de mi abuela paterna, cuya obra estaba semi-inédita en la Biblioteca de Cataluña. Gracias a esta institución, y a un congreso de mujeres que homenajeó en Barcelona a esta gran poeta, me propuse hacer este trabajo de rescate y traducción. La antología de norteamericanas, cuya selección es impecable, me la propuso Susan Schreibman, aunque acabé trabajando en ella más de lo que hubiera querido. Por último la traducción de Sharon Olds, que hice juntamente con Ricardo, fue un trabajo de última hora, sustituyendo una traducción que tenía serios problemas y que acabamos publicando en Ígitur. Pero el trabajo de traductora y, por qué no, el de lectora, sí me ha llevado a pensar a posteriori, tras haber leído mucho, que hay una forma especial de elaborar el universo poético a través de los sentidos y de la sensibilidad, que difiere en hombres y mujeres. Por supuesto no me refiero únicamente a los temas, como se entendía anteriormente, esto es, la mirada de la mujer sobre el hombre, la maternidad o el rol que esta tiene en el mundo, temas que, elaborados de una manera más enérgica siguen siendo válidos, sino a que, ya sean estos u otros temas menos «femeninos», el punto de vista sensible varía. Varía no necesariamente por ser más suave, iluminado o tierno, sino que lo que marca fundamentalmente una diferencia es la forma de ver, de sentir «al otro», en definitiva una empatía que contiene un ingrediente de consuelo.

jpr. Es indudable la importancia que el ejercicio de la traducción tiene en la obra de gran parte de los poetas y que incluso llega a ser un instrumento que muchos consideran como imprescindible. En tu caso es más que evidente, en la medida en que coincide, como pieza de rompecabezas, con tu «otro oficio» como editora: tu actividad con las publicaciones periódicas, las ya míticas revistas Hora de Poesía y Asimetría, junto con tu amplia labor en ediciones Ígitur, son sólidos ejemplos de ello. ¿Crees que la traducción es también una manera de deformar la propia lengua, de obligar a la propia voz a alejarse de la mirada directa, tal como propone Ingeborg Bachmann?

rl. Es evidente, por lo que ya he comentado en la respuesta anterior, que considero la traducción como una de las plataformas indispensables para que la propia escritura se desarrolle y diversifique. Es cierto, sin embargo, que lo ideal sería leer en las diferentes lenguas a los grandes autores, puesto que la poesía es a la vez fondo y forma, esto es, significado y cadencia; pero no quiero quedarme sin leer, con esa peculiar forma desgarradora de los autores de la revolución rusa, a poetas como Anna Ajmátova u Osip Mandelstam simplemente porque no conozco el idioma. De todos modos he podido oír la cadencia de Mandelstam, cuya música es prácticamente imposible de verter a la nuestra por estar ambas lenguas tan alejadas. Esa música resulta más fácil de trasladar entre lenguas más cercanas entre sí como son la castellana y la catalana. El gran «deformador» de la propia lengua en el siglo xx fue Paul Celan, y creo que muy pocos han llegado tan lejos en comunicar intensos sentimientos y sensaciones que a veces resultan difícilmente explicables incluso para los mismos lectores alemanes. Con todo, a medida que se conoce a este autor, comprendemos que su vida lacerada acaba trasladándose a su obra, y calibramos mejor la importancia que esa novedad –o deformación si se quiere llamar así–, provoca en nuestro ánimo. Y puesto que la poesía es una combinatoria de palabras, de pronto, cuando se da en la diana, cuando se tiene un poema acabado, algo nos ilumina frente a tanta palabra hueca o mentirosa, de ahí su imprescindibilidad. Decía Alejandra Pizarnik en una entrevista que ella colgaba sus poemas inacabados de las paredes de su apartamento, al estilo de los papeles pintados de Matisse, probablemente para distanciarse del texto, hasta que, tras pasearse ante el poema como ante un cuadro, daba con la palabra o el verso que le faltaba. En mi caso el trilingüismo, donde el castellano y el francés le ganan terreno al catalán, me ofrece una cierta panorámica, por lo que me parece indispensable deformar la propia lengua para que de ello resulten nuevas fórmulas para volver a formarla.

jpr. Podría verse, también, como otra de las formas que el escritor tiene para hacerse consciente de la tradición desde la que escribe y piensa, como dices en tu artículo «Del magma inconsciente a la conciencia de una tradición».

rl. Se dice que la verdadera literatura no es sino literatura comparada. En lo que respecta al traductor, éste establece constantemente comparaciones, forma parte de su oficio. Si el traductor es a su vez poeta, ni qué decir tiene que su mirada resulta más crítica, y comprende mejor el lugar que ocupa no únicamente en la tradición de su país, sino en la tradición mundial que no es sino la verdadera patria de todo escritor; me refiero a ese intangible «meridiano» que Celan, tras haber perdido a sus padres en los campos de concentración y a su patria en las terribles conmociones históricas del siglo xx, dice encontrar a través de algo que está en el secreto mismo del encuentro, como es el poema.

jpr. Si pasamos a tu poesía, me gustaría recordar que, como dice Miguel Casado de manera muy acertada en una reseña de 1995, publicada en El Urogallo, en La noche es una voz soñada trabajas con una concepción «ancestral» de la poesía, y que te concentras en «recuperar una voz originaria que en el habla se había ido erosionando», con el propósito de fundirla con tu identidad. Es decir que en ese libro tu preocupación principal es el trabajo con el lenguaje, más que la elaboración de un tejido simbólico que, por otra parte, está muy presente tanto en la concepción y la organización de los poemas, como en las connotaciones y las pistas para el lector. Sin embargo, en El sur hacia mí ese simbolismo no sólo se convierte en una especie de juego de máscaras, sino que es un salto al terreno de las pulsiones obscuras. Te sumerges en un terreno amenazador, o al menos inquietante que recuerda a Paul Celan. Esa tensión a la que me refiero, ¿es más un juego de la ficción? ¿O es, por el contrario la síntesis de la memoria real y de la memoria leída, un homenaje al diálogo con los muertos quevediano extrapolado al plano de los afectos familiares, reales?

rl. En mi segundo libro el trabajo con el lenguaje está más integrado en una realidad simbólica, es cierto, pero ya en el primero esa realidad existía aunque de forma algo velada. Por otro lado, creo que no es sino una exageración el supuesto enfrentamiento entre vida y escritura. Escribir no es sino una forma de volver a vivir la experiencia, por lo tanto una forma más intensa de vida, que tiene tanto que ver con nuestras lecturas en soledad como con nuestros afectos que, aunque estén volcados en otros, son asimismo afectos solitarios. Pero, qué duda cabe, es bueno mantener el equilibrio con los vivos, para no pasar a la desesperanza que los iluminados versos de Alejandra Pizarnik proponen cuando dice «No, las palabras no hacen el amor / hacen la ausencia». En cuanto a Paul Celan, cuya poesía siento cada vez más cercana, comparto con él en El sur hacia mí ese sentimiento de pérdida del que su obra es un ejemplo permanente y que lleva aparejado el de la pérdida de la inocencia y la infancia, un desgarramiento que es el que transporta al lector de El sur a ese pozo de pulsiones obscurras. Creo que es en ese sentido que Perucho comenta en el prólogo del libro que éste aspira a «no olvidar nada de la vida, de lo que viene de abajo y de lo que viene de arriba, desde el sótano o desde los sueños, por la vía nocturna o de las transgresiones, de la casa inundada o a los lados del río, o la próxima vez en el camino a casa».

jpr. Bueno, Rosa, permíteme un acertijo un tanto ambiguo, como de I Ching improvisado, para preguntarte algo que no me atrevo a formular directamente… Ordenar los recuerdos con el artificio o técnica del doble es una tarea que puede resultar terrible. Después de un libro tan denso, como El sur hacia mí, ¿piensas en dirigirte hacia el norte, hacia esa página en blanco de la que hablas en una de tus poéticas?:

En la cultura maya el blanco está al norte, es el lugar de las transformaciones. El blanco de la página es, por tanto, el lugar del origen. Los mayas coinciden con Mallarmé –y éste con ellos— en el blanco como espacio de toda posibilidad.

rl. Todavía no sé muy bien si voy a dirigirme hacia el norte, el este, el oeste o hacia un nuevo sur revisitado, le dejo tiempo al tiempo, que el próximo libro se geste lentamente.

Juan Pablo Roa

NOTAS
1. elsa cross, «La cigarra», en animal sospechoso nº1, otoño invierno, 2002, p. 58.

sábado, marzo 4

Oscuro taller. Consideraciones sobre la lectura

No seas tan ingenuo como para creer en las palabras ni tan altivo como para no usarlas, mánchate de vida y esparce semillas de esparto. No vaciles más.

Juan Felipe Robledo
«Consejos para los amigos»

Sobre la vanidad de lo leído
En alguno de sus poemas, José Lezama escribió que «Quien huye de la escarcha se encuentra con la nieve» y creo que estaba en lo cierto. Para abordar el tema que nos ocupa de los libros que cambian la vida, quisiera limitarme al análisis de Aurora de Nietzsche y explicar el porqué de mi reticencia a hablar de la lectura en esos términos y huir así de la vanidad de hacer de la propia experiencia un modelo. Aún así, el sólo hecho de elegir este título es ya responder a la pregunta, mientras que la experiencia personal puede aportar argumentos para hablar de la lectura como herramienta de sentido, más que como motor de sentencias personales modélicas. Así pues, trataré de responder a la cuestión sin hacer de mi experiencia leída un ditirambo autobiográfico, y asimismo contribuir a desterrar la mistificación de los libros y del lector que los descubre.


¿Puede un libro cambiar la vida de alguien? ¿Existen los libros que cambian la vida? Para matizar esta pregunta, convendría citar una frase de Nietzsche, quien se define en Aurora como un hombre subterráneo, satisfecho con su oscuro trabajo de desentrañar el mal y de leer con lentitud para devolver su valor a las palabras. Él mismo, ante una pregunta de semejante talante habría respondido que «Nos conviene no formar una opinión sobre tal o cual cosa, a fin de ahorrar así inquietudes a nuestra alma. Pues, por su propia naturaleza, las cosas no pueden obligarnos a realizar juicios»[1]. En efecto, la cuestión de si un escrito cambia o no la vida de alguien, podría despertar antiquísimos fantasmas y llevarnos a mistificar el poder de la letra impresa y su influencia sobre el comportamiento humano. Me refiero, por ejemplo, al viejo estigma de las obras prohibidas, bien por ser consideradas nocivos, o bien porque su carácter sagrado restringía su lectura al estrecho círculo de los iniciados, como es el caso del dictamen de la Iglesia, que consideró como «pecado mortal», durante mucho tiempo, que los creyentes laicos leyesen La Biblia.

Es cierto que aún hoy en día el valor de los libros sigue pasando de boca a oreja y que llegamos a ellos según la reputación de quien nos los recomienda. También lo es que muchas veces nos acercamos a una obra movidos por el prestigio que la tradición y el medio en el que nos desenvolvemos le confieren, y que en ocasiones un texto, sin que se lo pidamos, nos lance respuestas inesperadas en un momento en el que nos encontramos acosados por la duda. Aún así, soy de la idea de que la letra impresa, más que cambiar el curso de una vida, es solamente la herramienta que nos ayuda a forjar el sentido de nuestras acciones a las que, con el tiempo, terminamos por bautizar con el nombre fabuloso de destino.

Más allá de puntualizar estas observaciones, me interesa mostrar cómo la aproximación a los libros que nos ocupa, puede terminar convirtiéndose en la primera lección de lectura pasiva, y en última instancia, nos llevaría a hacer de la lectura una tarea aburrida, inerte y poco creativa. Por eso, a la hora de escribir estas líneas, más que escoger una referencia bibliográfica y elevarla a categoría de intocable, imprescindible y capaz de cambiar la vida de alguien, me he propuesto hablar de la lectura en mi adolescencia tardía, durante una situación de ruptura en la que, al igual que muchas personas, tenía que «saltar al agua» y decidir si hacer parte, o no, del sistema de valores heredado. Y como acabo de nombrar la palabra destino, quisiera traer a colación un párrafo de Confesiones de un burgués, en donde Sándor Márai desdramatiza este tipo de situaciones. No por perseguir el eufemismo o la falsa modestia, sino por mostrar los pesos de la balanza entre la obra elegida y las circunstancias que acompañaron mi lectura de Aurora de Friederich Nietzsche. Dice así, Sándor Márai:

En la vida no suelen ocurrir «cosas importantes». Al volver la visita atrás, al buscar el instante en que ocurrió algo decisivo, algo definitivo e irremediable –la «experiencia» o el «accidente» que decidió nuestra vida posterior–, tan sólo encontramos algunas huellas sin importancia, a veces ni siquiera eso. En realidad no existe más «experiencia» que la familia, como tampoco existe más «tragedia» que el momento en que te ves obligado a decidir si permaneces en el seno de la familia y en sus variantes a escala más amplia, como la «clase social», la ideología, la raza, o bien te marchas por tu propio camino, a sabiendas de que te quedas solo para siempre, de que eres libre, estás a merced de todo el mundo y sólo puedes contar contigo mismo. [2]

Sobre los libros leídos y la palabra destino
Recuerdo con colores muy vivos el momento que antecedió al dilema de escoger mis estudios universitarios, un melodrama para ciertas familias escrupulosas como la mía, que cifran el prestigio individual en los títulos universitarios, los profesores frecuentados y, con el tiempo, en el tipo de trabajo con el que uno se gana el pan. Frecuentaba el último año escolar, y el profesor de Filosofía decidió, para estimular la lectura de sus alumnos, que la calificación final de la materia se basaría en un ensayo acerca de un libro que nosotros mismos escogeríamos de una lista muy cuidada. De los cincuenta estudiantes, cinco nos quedamos sin ensayo, al pretender autores ajenos a la célebre lista. De estos compañeros sólo recuerdo a uno de ellos que propuso a Bertolt Brecht para escándalo del profesor. Se trataba de un futuro estudiante de música, que años más tarde habría de convertir su pasión en una turbulenta discoteca de verano. Este mismo estudiante, a quien por entonces yo admiraba, me había hablado de Nietzsche y de La gaya ciencia, de manera que no hesité al escoger al autor alemán. Sin embargo, el valor de Aurora, obra que acabé seleccionando, creció desmesuradamente ante mis ojos, pues el profesor no sólo me negó su lectura, sino que además, su argumento recalcaba la idea de que se trataba de un texto «peligroso» para un muchacho de mi edad. Sin embargo terminé por convencer al profesor y a la directora del centro escolar, más con el tesón de quien lleva la contraria que por amor bibliólatra, pues ya se sabe cómo, durante toda la vida, amamos siempre lo prohibido o lo que se nos niega.


No voy a profundizar en este punto más de lo necesario, pero quiero resaltar cómo el libro, cuya lectura en un principio pareció servir de justificación a mi «cambio repentino» de rumbo y a mi posterior elección universitaria, fue más una de las veinte disculpas para eludir el problema que para enfrentarlo. De hecho, en contra de mis deseos terminé recorriendo un sinfín de prospectos académicos de diferentes carreras y, por fin, me inscribí erróneamente en los estudios de Comunicación Social, estudios en los que no perseveraría durante más de un año y que dejaría por los de Letras. Podría seguir adelante con la historia e incrementar la lista de libros a partir de los problemas menores de aquellos años de transición, y decir que obras como Veinte poemas de amor y una canción desesperada, El extranjero de Camus o los diarios y últimos poemarios del colombiano Jorge Gaitán Durán, Amantes y Si mañana despierto, me cambiaron la vida. Pero la verdad es que ni Aurora ni ninguno de estos títulos mencionados me llevó a tomar alguna determinación; antes bien, los libros hacían parte de una devoción que compartía sus fidelidades con el aguardiente y otros dulces escapismos. No creo que exista una única causa, ni una voluntad suficiente que explique el origen de nuestros cambios y decisiones, pues sospecho que el hombre es, ante todo, un mamífero volitivo. Por ello quiero leer a continuación, los aforismos 120 y 124 de Aurora (respectivamente Para la tranquilidad del escéptico y ¡Lo que es querer!):

–«No tengo ni la menor idea de lo que hago. No tengo ni la menor idea de lo que debo hacer». –Tienes razón, pero no dudes de esto: ¡eres tú quien eres hecho en todo momento! La humanidad ha confundido, en todas las épocas, la voz activa y la voz pasiva. Esta ha sido su eterna equivocación gramatical.

–Nos reímos de quien sale de su habitación en el momento en el que asoma el sol por el horizonte y dice: «Quiero que salga el sol»; y de quien, al no poder parar una rueda, exclama: «Quiero que ruede»; y de quien es derribado en un combate y dice: «Estoy en el suelo, pero quiero quedarme aquí.» Pero, bromas aparte, ¿hacemos algo diferente de lo que hacen estos tres hombres cuando empleamos las palabras «yo quiero»?
[3]

Sobre el olvido como aprendizaje
Releyendo Aurora, me pregunto qué habré entendido de sus páginas por entonces, no tanto porque se trate de un texto especialmente difícil, sino porque cada vez que uno relee el mismo escrito, termina por descubrir otro en el mismo lugar. No recuerdo bien esa primera lectura, aunque creo que la exaltación y la alegría de aquel descubrimiento son similares al asombro que me produce ahora esa obra, a pesar de que hoy la lea con otros ojos y no sea ya ese muchacho exaltado ante la belleza.


A propósito del volumen citado, quiero resaltar tres argumentos recurrentes en su discurso, a favor de la lectura como ejercicio de lucidez: primero, el discernimiento y el hedonismo en la lectura; segundo, la vida como medio para el conocimiento; tercero, la intuición y la creatividad del lector como universo de preguntas y no como colección de confirmaciones.

A lo largo de los cinco libros que conforman Aurora, Nietzsche apoya su argumentación en la felicidad que produce el conocer, pero se trata de una felicidad recelosa y desconfiada, en el sentido de que no sabe entregarse ciegamente a la lectura y al saber enciclopédico, sino que se ejercita desde la crítica vigía y la lectura lenta y atenta que restituye el sentido de las palabras. Beneficio de la duda y libertad de discernimiento son dos de las herramientas que sostienen el edificio de la lectura en el filósofo alemán; dos herramientas indispensables para quien se quiera ocupar de las palabras (no olvidemos que Nietzsche era, ante todo, un filólogo y un amante de los autores de la Antigüedad).

Con relación a la vida como un medio para el conocimiento, quiero resaltar cómo en Nietzsche hay una constatación, liberadora y festiva, que muestra cómo ya en su tiempo, el conocimiento había perdido el derecho de ocuparse del problema de la vida y de los valores en abstracto, desde el saber de la ciencia o la moral como dictaminadores definitivos de sentido. De ésta manera, el autor alemán hace del conocimiento, más que el dictamen del sabio o el exorcismo de un chamán transido por la luz, el resultado vital de quien ha experimentado con su propia vida. Por eso en Aurora Nietzsche emplea constantemente las metáforas del «alquimista», del «sembrador», del «pescador» y del «navegante», para referirse al pensador. De donde se desprende que el conocimiento y la vida son un mismo destino, y la vida el laboratorio en el que el saber se vuelve conocimiento. En defensa de esta idea, quisiera tomar en consideración una noción que el autor reitera varias veces en Aurora y profundiza luego en La gaya ciencia:

La vida puede ser un experimento del que busca conocer. No la con­sidero como deber, ni como fatalidad, ni como engaño. Para otros el cono­cimiento mismo puede ser algo distinto, por ejemplo, un lugar de descanso, o un entretenimiento o la ociosidad; para mí es un mundo de peligros y vic­torias en los que los sentimientos heroicos tienen también sus lugares de baile y sus campos de batalla. La vida es un medio para el conocimiento[4]

Intuición y creatividad, el tercer argumento enumerado, vendrían a ser la simbiosis de los dos primeros. Podríamos decir, parodiando un verso de Kavafis, que Nietzsche es uno de los inspiradores más jubilosos de la idea de que sólo quien duda encuentra en el camino, no ya la respuesta, sino la razón de su búsqueda; aunque al final no halle nada.

Acaso la lectura vigilante, junto con la mirada alerta y desconfiada, sea una manera de luchar por el individuo que somos, en principio, si logramos evadirnos de lo que Sándor Márai llama las extensiones de la familia, como son las agrupaciones ideológicas, los partidos, las iglesias y demás caballos de Troya que intentan romper las murallas de la credibilidad, para robarnos eso que los demagogos llaman libertad cuando quieren vulnerar nuestra independencia, nuestra capacidad de disentir. Sin embargo, no se trata de una idea que pueda enseñarse, ni anunciarse como panacea contra algún mal; es, ante todo, una actitud hacia la lectura y, al mismo tiempo, una manera de ver la crítica como una expresión que se ejercita a partir de la lectura.

Juan Pablo Roa Delgado

NOTAS
[1] Frase de Nietzsche en el aforismo 82 de Aurora, en la que el pensador parodia a Marco Aurelio («Sobre esto es posible no presuponer nada ni alterarse en el alma, pues las cosas de por sí no poseen una naturaleza para crear nuestros juicios»). Friederich Nietzsche, Aurora (edición de Germán Cano), Madrid, Biblioteca Nueva, 2000
[2] Sándor Márai, Confesiones de un burgués, Barcelona, Ediciones y Publicaciones Salamandra, 2004, p. 190.
[3] Nietzsche, op. cit, pp. 137 y 138
[4] Citado por Germán Cano en el prólogo de Aurora, op. cit., p. 31.

Jorge Gaitán Durán o las palabras del apátrida

«No adoptes esa idea errónea de que todo extranjero, porque exhibe su diferencia, es incapaz de ser solidario.»
Edmond Jabés
[1]

Todo discurso sobre la poesía nace del pensamiento utópico en el sentido de que se genera a partir del rechazo o de la aceptación cómplice de los presupuestos y sobreentendidos que le confieren un significado. No me refiero tan sólo a los «contenidos» temáticos, sino también a los «presupuestos ideológicos» que anidan en palabras fuertemente cargadas que, sin embargo, pasan inadvertidas en tanto que son, en apariencia, claras y estables. De momento me refiero a palabras tales como poesía y ser humano, las cuales comportan de por sí los conceptos de humanidad y cultura, comodines resbaladizos, figuras transparentes en su disfraz que mencionan algo que supuestamente se sabe desde hace siglos y que, por tanto, se han hecho inseparables del pensar o del respirar mismo.

Esto en cuanto a los discursos acerca de la poesía. Por su parte la poesía misma es la actualización de un proyecto humano, no solamente enunciado sino también –y sobre todo­– experimentado. Ya en su momento Borges lo sintetizó en una de sus múltiples poéticas que, si la memoria no me traiciona, dice así:

«Dos deberes tendría todo verso: referirnos un hecho preciso, y tocarnos, físicamente, como la cercanía del mar».

En el contexto que me concierne debo explicar que el hecho de proponer a Jorge Gaitán Durán como emblema tutelar de mi texto acerca de la poesía, tiene que ver, directamente, con mi interés por la figura del extranjero como la efigie del oficio del poeta. En efecto, de la poesía de este colombiano se puede desprender la imagen del poeta como el summum del apátrida, sinécdoque del cosmopolita.

Braceando contra corriente por entre sus poemas puedo anudar mi preocupación personal, y ver en ellos ese derrumbamiento que tanto me atrae del concepto de «cultura» imperante en el mundo dominante a favor de la idea de un «ser humano», pensado no como ciudadano ni como súbdito de un determinado conglomerado político, sino como sibarita cuya pertenencia o «nación» se limita al campo de los afectos, al clan que él mismo funda por medio de la amistad o del deseo:

La tierra que era mía
Unicamente por reunirse con Sofía von Kühn,
Amante de trece años, Novalis creyó en el otro mundo;
Mas yo creo en soles, nieves, árboles,
En la mariposa blanca sobre una rosa roja,
En la hierba que ondula y en el día que muere,
Porque sólo aquí como un don fugaz puedo abrasarte,
Al fin como un dios crearme en tus pupilas,
Porque te pierdo, con la tierra que era mía.
[2]

Gaitán Durán, al trastocar la noche mística de Novalis y llevarla al extremo del amor corporal, encontró la intuición necesaria para la expresión de su actitud epicúrea frente al erotismo y al diálogo de los cuerpos, no sólo como antídoto o como negación de la muerte, sino además como punto de partida para su «eros político», donde el individuo, los amantes y la cópula son una promesa de unidad, de retorno a la unidad de la vida y de discontinuidad del hombre con respecto a una serie social y política. Y es precisamente en este punto en donde reside la actitud libertaria del erotismo en Gaitán Durán frente a las instituciones, una visión fundamental para su concepción, tanto acerca del erotismo como de la palabra, y para vislumbrar cómo la reflexión poética del mismo Jorge Gaitán Durán, para quien el sismo lírico se asemeja a la trepidación del orgasmo, es decir, a la más recóndita actividad de lo sagrado.

Es así que lo que para Novalis representaba la noche mística, unión entre el «erotismo de corazones» y el «erotismo religioso» como diría Georges Bataille, para Gaitán Durán se convierte en un eros prometéico que Bataille define como «erotismo sagrado de los cuerpos»:

Es fácil ver lo que designa el erotismo de los cuerpos o el de los corazones, pero la idea de erotismo sagrado es menos familiar. La expresión es por otra parte ambigua en la medida en que todo erotismo es sagrado, pero encontramos los cuerpos y los corazones sin entrar en la esfera sagrada propiamente dicha. Mientras que la búsqueda de una continuidad del ser, perseguida sistemáticamente más allá del mundo inmediato, designa una manera de proceder esencialmente religiosa, bajo su forma familiar en Occidente el erotismo sagrado se confunde con la búsqueda, exactamente con el amor a Dios. [3]

Volviendo al tema que nos ocupa, debo decir, sin embargo, que la lectura oficial que se ha hecho de Gaitán Durán, al menos en Colombia, ha sido paternalista en el peor de los sentidos y cuyo gesto –una gesticulación de alabanza socarrona– ha hecho del cosmopolitismo del poeta un valor políticamente negativo llevado al extremo del alelamiento.

Digo esto porque se ha querido restringir la fuerza de su visión poética a la revolución sexual como primera revolución del ser humano, politizando su propuesta erótica en detrimento de su prometeísmo político. Si bien en su breve ensayo «Eros y política» –una de las lecturas más lúcidas acerca de la poesía de Gaitán Durán, junto con la de Juan Liscano «Erotismo y pulsión de muerte»– el filósofo colombiano Rafael Gutierrez Girardot ha vislumbrado que el eros en la poesía de este autor es un «eros político» en el sentido de que busca en el erotismo la liberación del individuo en tanto que ejercicio de la fuerza pulsional más creativa del ser humano, también es cierto que la crítica en general ha optado por ignorar el tema político en la poesía de Jorge Gaitán circunscribiéndolo con muy poco tino, a su obra de ensayo.


Aunque la obra de Jorge Gaitán ha pasado un poco al olvido, creo que su propuesta estética continúa teniendo una vigencia extraordinaria en Colombia pues la violencia política que él conoció conserva, evidentemente, toda su actualidad pese al cinismo institucional, el cual enseña aún en las escuelas y en las universidades que en la historia colombiana del siglo XX existió un período denominado como «la violencia en Colombia». Precisamente Gaitán Durán destruye la noción de «patria» en un momento de violencia y destrucción en el que el «pensamiento único» no solamente pedía a gritos fórmulas militares, sino que además proponía reforzar ese mismo concepto de «patria»:

El regreso
El regreso para morir es grande.
(Lo dijo con su aventura el rey de Itaca).
Mas amo el sol de mi patria,
El venado rojo que corre por los cerros,
Y las nobles voces de la tarde que fueron
Mi familia.
Mejor morir sin que nadie
Lamente glorias matinales, lejos
Del verano conocido donde conocí dioses.
Todo para que mi imagen pasada
Sea la última fábula de la casa.
[4]

Si salimos del contexto colombiano y del momento histórico propio de Jorge Gaitán me gustaría proponer la figura del extranjero como el arquetipo del oficio de la poesía, cuyo ejercicio puede invitarnos a desechar, al menos idealmente, la idea trascendente de «patria». Este último ejercicio mencionado me interesa especialmente en lugares del planeta que no pertenecen al mundo industrializado, lugares en los que por lo general reina una extraña conquista postcolonial de la búsqueda de una pretendida cultura superior, en cuyo clima aún se da la disyuntiva entre elegir entre dos supuestos extremos irreconciliables: la Civilización o la Barbarie:

«[...] se trata de la doctrina, concebida por clásicos y modernos, del hombre como ‘ser vivo político’. Su sentido es presentar a priori al hombre como un burgués animal de Estado, que necesita, para la plenitud de su esencia, capitales, bibliotecas, catedrales y representaciones diplomáticas. Allí donde esta ideología de la cultura superior se ha impuesto, se repite en cada caso particular la eliminación de la prehistoria, como si cada nuevo individuo fuera un lamentable salvaje al que hay que hacer madurar tan inmediatamente como sea posible para que participe en la vida de los Estados»[5].

Con esta línea argumental no pretendo hacer pensar que Jorge Gaitán Durán propone en su poética la nefasta idea protestante, tan de moda en las últimas décadas, del self-made-man, pues es evidente que su concepción es el polo opuesto de esta idea asexuada y a-erótica, bajo la cual subyace la concepción de una creación sin cópula. Veo en este poeta, por el contrario, una crítica implícita a esta mitología posmoderna, densamente poblada por una multitud de divinidades autopoyéticas o autosuficientes de esta índole, cuyo ejemplo contundente se reencarna (¿se clona?) en personajes tales como Frankenstein y Robinson Crusoe revisided.

No quiero cerrar esta charla dejando el sabor de una respuesta conseguida ni mucho menos, sino invitar a la indisciplina y recordar que la poesía, además de ser una celebración, es una manera de ser y de ver, o dicho con palabras de más alcurnia, una ética y una estética de la palabra que se hace extranjera. Algo que el mismo Jorge Gaitán propone de menera contundente:


Esta ciudad es nuestra
Tenemos la tierra, porque al cielo hemos negado
Lo que sólo el hombre merece en su violencia:
él amor levantado como roca en la injuria de toda
Patria, para que dioses o criminales seamos un instante
Cuando la voluptuosidad y el duelo nos habitan.
Tenemos el cuerpo, pues desde el cuarto miserable
Donde nos abrazamos sin reposo erigimos una ciudad que es sólo nuestra,
Carne cuya obra toca mundo y que el deseo alza a las estrellas:
No pertenece a los ciegos seres que se despedazan o se ignoran,
Soledades guerreras unidas por la codicia o el tumulto,
Apegadas a cosas que no son suyas, sino del tiempo,
Mientras nuestro fasto único es incendiar nubes que pasan
Por entre los cerros ponientes, rojos como en otoño el bosque,
Felicidades extrañas como un lucero en pleno día,
Ojos con que descubrimos los mil soles que arden
Al mirarnos, sangres que al correr juntas atraviesan
El infierno con música que no es de nadie: El alma.
Tenemos toda la vida por delante y también toda la muerte.
[6]

No sé bien si el silogismo que propongo termina por comprobar, en el poeta, esa experiencia límite que el rasero de la «condición humana» reparte por igual y que por ello, «todo poeta lírico, en virtud de su naturaleza, opera fatalmente un retorno hacia el edén perdido»[7], pero sí estoy convencido, con Jabés, de que el poeta sea, de por sí un apátrida, pues, «a fin de cuentas, la lengua es la verdadera patria del exiliado»[8].

Juan Pablo Roa Delgado

Notas
[1] Jabés, Edmond, Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2002.
[2] Gaitán Durán, Jorge, Si mañana despierto, en Obra literaria, poesía y prosa, Bogotá, Instituto colombiano de Cultura, 1975.
[3] Bataille, Georges, El erotismo, Barcelona, Tusquets, 1988, p. 29.
[4] Gaitán Durán, Jorge, ibídem.
[5] Sloterdijk, Peter, En el mismo barco, Madrid, Siruela, 2000
[6] Gaitán Durán, Jorge, ibídem.
[7] Baudelaire, Charles, Escritos sobre literatura, Barcelona, Bruguera, 1986.
[8] Jabés, Edmond, op. Cit.

Adán resucitado o la resurrección de la memoria. La poesía de Jeannette L. Clariond

Todo olvido guarda una luz
un nombre cada fotografía,
un año cada árbol.

Jeannette L. Clariond


Entre las diferentes imágenes de la poesía que ofrece Jeannette Clariond en sus libros, aquella en la cual afirma que la voz «es la suma de moradas bajo la luz de los olvidos» sirve al lector, a mi juicio, como la definición precisa de su poética. Por ello, más que exponer mi concepto acerca de la poesía de Jeannette, pretendo esbozar algunos apuntes que he ido tomando al margen de sus libros Desierta memoria, y Todo antes de la noche, con el fin de servir como antesala a su lectura.

Lo primero que llama la atención en Desierta memoria es la paradoja que propone su título, a cuya comprensión cabal se llega tras seguir las claves que asoman en cada poema, iluminando la totalidad del libro como si se tratase de un mismo poema, de una misma metáfora de la escritura. En cada una de las cinco partes en que se divide el libro se da, paulatinamente, la destrucción de la memoria natural y su sustitución por la memoria reinventada y desdoblada del poema. Así, la memoria real, si seguimos extendiendo la paradoja, pasa a convertirse en niebla, oscuridad, pues al ser filtrada por la fina artesanía del poema, esa primera memoria no puede tener otra realidad que la página en blanco.

Por eso, a lo largo de la primera parte la voz del poema se comporta como un Adán que vuelve de una ausencia forzosa con la doble intención de reconocer lo nombrado y volver a designar su realidad. En este ímpetu de reinventar la realidad se da un desdoblamiento que comienza desde el primer poema, donde la poeta escribe:

Esta costumbre,
esta grave costumbre de perderse
al momento en que hilos,
tenues luces
de rostros
se deslíen
y cuerpos se borran
como en una vieja fotografía.

Hacienda, pan,
todo guarda su nombre bajo la sombra.

[…]

A partir de este poema se comienza a deteriorar la realidad y elementos como la luz, la memoria, el tiempo y los recuerdos que dan vida a la imagen, se ven obnubilados por la palabra del poema y asumen un sentido contrario en el cual la única posibilidad de claridad la da el deseo, que bien puede evocar un pasado reinventado, o bien crear a partir del sueño de quien ve doblemente en los espejos, a partir de la materia del deseo, y su precisión de infinito.

A pesar de que esta ecuación aparece a lo largo del libro y logra hacernos saber que la realidad es algo que no acontece y que vivir / es sólo un modo / de oscuridad / quiero cerrar la exégesis del libro a partir del poema «Lejanía», donde se marca la escisión entre realidad vivida y realidad del deseo, o realidad de la escritura y a partir de donde la voz poética, la escritura y el poema reemplazan lo evocado y dan lugar a la iluminación de la poesía. Dice el poema:

Como un astro la memoria
se desvanece
en medio de la niebla.

Varios ejemplos nos confirman que la palabra del poema es la luz que nace de las nieblas de lo real, y que la voz poética sabe que en esa transfiguración de los espejos todo olvido guarda una luz. Sin embargo, antes de abandonar los apuntes acerca de Desierta memoria, quiero decir que el tercer poema de la última parte del libro, titulada como «Niebla», evidencia que el poema no es un accidente para reconstruir la memoria, sino todo lo contrario: tras filtrar por medio de la imagen y la escritura la memoria, la poeta vuelve a la hoja en blanco y nos dice que la poesía es otra forma de olvido, acaso la más alta forma del olvido:

Las nocturnas copas de los árboles
son nuestras mientras nos hundimos.
Y no basta ese llegar a la raíz,
ese perderse entre sus copas subterráneas;
es la voz, incierta y estrecha,
que apenas arde,
hora del comienzo y el fin,
suma de moradas bajo la luz de los olvidos.

Ahora bien, con respecto a Todo antes de la noche, premio de poesía Gonzalo Rojas en el año 2001, quiero apuntar cómo esa voz creada en Desierta memoria salta hacia el mito y su lenguaje tiende a lo simbólico. Acaso porque este poemario hace las veces de Réquiem; no olvidemos que está dedicado a Olga Ayub, madre de la autora. Con todo, en un ejercicio de contención y de nombrar apenas lo necesario para dar luz al poema, en este libro Jeannette hace gala de una de sus cualidades más sobresalientes de su poesía: la contención, la mesura en el decir.

El problema que plantea Todo antes de la noche, más allá de la creación de la palabra poética, es la pérdida de la palabra primera, es decir, de la palabra madre que constituye la primera lengua. Sin embargo, la problemática apenas si se enuncia, pues tras el velo de esa imagen, se oculta el conjuro del dolor que huye del tono patético para convertirse en salmodia. En varias oportunidades el libro nos confirma que quiere convertir el acontecimiento luctuoso en salmodia, en oración, en liturgia, en melodía de otra lengua ante la impotencia de la pérdida. Bien lo dice uno de los poemas más breves del libro y que anuncia su libro futuro de aforismos: Hay regiones que son sílabas de sombras. Poema que encuentra su respuesta, como si se tratara de un diálogo de acertijos, en el poema aforismo de la página 49, en el que se nos dice, no sin dramatismo, que Nunca dicha es la llaga, pese a la plegaria, pese a la palabra que vuelve a la vida fragmentos de una realidad posible sólo a través de la palabra. Al fin y al cabo, dice la autora:

La memoria es presencia,
fruto de lo vivido,
en equilibrio avanza, vidente,
hacia el verdor.

Al igual que en Desierta memoria, el destino del poeta es ir reconociendo lo que es, a partir de la negación y lo perdido, como nos dice uno de los versos del libro, cuando escribe que sus ojos aprendieron a ver sin mirar / en lo que permanece. Un ejemplo claro de esta continuidad entre Desierta memoria y Todo antes de la noche, lo ofrece el poema de la página 42 que dice:

La melancolía es destino
diciéndonos lo que no somos:
un huerto tejido de sombras,
la cicatriz de la tarde,
el rostro que lucha por saber quien fue.

Sin embargo el libro nos devuelve pronto a su poética, pues, como dije al inicio, la realidad en la escritura de Jeannette Clariond nace de la mirada artística que selecciona y filtra los elementos de la primera voz; a fin de cuentas Los alminares ciegan de resplandor / pero Brueghel encuentra la puerta de Dios. Porque como dice el poeta Gonzalo Rojas en su prefacio al libro, También el sol de los que ven de veras es oscuro.
Por último, antes de dejar la palabra a la poeta, quiero apenas recordar la importancia que ha tenido el ejercicio de la traducción en su quehacer. En italiano ha traducido una Antología de Roberto Carifi (Papeles Privados, Monterrey) y La tierra santa (publicado por Pre-Textos de Valencia) de la poeta italiana Alda Merini, candidata al Premio Nóbel. Del inglés, también publicado por Pre-textos, ha traducido Zodiaco negro de Charles Wright y en la actualidad está preparando una extensa antología de la poesía norteamericana actual. Mucho se ha escrito acerca de la traducción como trampolín y ejercicio en el que los poetas deben transitar para encontrar su propia voz, pero ahora no es el momento para abordar el tema. Sólo quiero, antes de seguir postergando la voz de la poeta, cerrar esta breve presentación retomando sus palabras en la «Nota previa» al volumen mencionado de Alda Merini, para dejar presente cómo para la poeta mexicana, traducción y creación llegan a ser una misma cosa, a través de la compenetración entre la palabra del otro y la búsqueda de la propia voz; dice así:

Traducir es un acto de compañía sumo. Es vivir y revivir con el otro su circunstancia, por dolorosa o trágica que aparezca. De acuerdo al modo en que el creador vivencia el acto poético, es que logra adentrarnos en su realidad. El sabio Epiménides entendió la verdad como una mentira colectiva y el impulso de verdad como un olvido y represión inconsciente de esa mentira. Para el poeta la verdad no existe. Se reconoce como un ser nacido para la falta. Su verdad es sólo aproximación, intento de hallazgo.

Juan Pablo Roa Delgado